Hacía pocos meses que ése era tu hogar y el azar de la vida
hizo que yo cruzara su portal.
A lo lejos te vi, caminabas lentamente, te ayudabas con un
andador, mis ojos siguieron tus pasos y mis pasos los tuyos hasta llevarme a
ti.
Estabas bajo un naranjo preparando la tierra para sembrar en
tu huerto.
Un huerto que aún no era huerto.
Comenzamos hablar, no recuerdo con exactitud aquellas
primeras palabras, lo que sí recuerdo es que detrás de aquellas vinieron otras
muchas, largas conversaciones mantuvimos, conversaciones que siempre quedarán
entre tú y yo.
Comencé a ir día tras día a intentar ayudarte en tu huerto.
Tú me enseñaste a cavar, a sembrar, a regar e incluso a
podar.
Mucha paciencia tuviste conmigo pero yo también contigo.
Cómo me regañabas cuando me equivocaba pero yo nunca me
enfadé, sonriendo te decía:
Francisco, vale, ya lo he aprendido, ya no lo hago mal más.
Nunca había cogido una azada ni había sembrado, nunca había
cultivado, era mi primera vez pero esto tú no lo entendías y me echabas unas.
Sin embargo, pienso que era todo puro teatro porque te lo
pasabas en grande conmigo.
Todas las tardes esperabas impaciente mi llegada y con una
gran sonrisa me recibías.
Ay de mí, si me retrasaba, allí estabas tú y tu regañina.
Tarde tras tarde, día tras día cultivando la tierra
conseguimos crear un bonito huerto.
Ya no estábamos solos, primero nos acompañó Antonio y más
tarde se nos unió Eulogio.
Pero el huerto era tuyo y mío, eso tú me decías y eso era lo
que yo sentía.
Tú me decías que yo te daba alegría, no sé bien quién le
daba más alegría a quién.
Como han llorado mis ojos y mi corazón entre tu huerto, sólo
lo sabes tú.
Nunca olvidaré como te esmerabas en secar mis lágrimas e
intentabas hacerme reír.
Me contabas miles de anécdotas intentando alejar mi
sufrimiento, bien sabes que no siempre lo conseguías pero también bien sabes
que siempre te sonreía.
Así eras tú feliz y así era yo feliz, viéndote a ti feliz.
Pero como todo termina, así termina la vida.
Un día te fuiste, nos dió tiempo a despedirnos.
Ya no estás tú, ya no hay huerto, sólo queda la tierra y en
ella nuestra huella.
Esa tierra que te unió a ti y a la niña, como tú me
llamabas.
Pues desde aquí esa niña te dice:
Coge la azada, ponte la gorra, prepara la tierra para cuando
yo llegue, te llevo simiente de pimientos, de tomates, … y tranquilo, no olvido el mancaje.
m